25.8.12

Adicta.

Si no invertía mi tiempo libre en mantenerme ociosa todo se tornaba negro. Pensaba en la tristeza, en diluirme, en llorar hasta quedarme sin sangre y en la cantidad de hielo que podía caber en un vaso lleno de ron. Era una adicta de la felicidad, de no tener ni un segundo en blanco en mi vida, de correr hasta alcanzar una arritmia que mi hiciera volar. El problema es que muchos de mis días estaban más vacíos que esos hielos que iban a llenar el vaso de ron.
Los dioses no existen. Sólo existe mi búsqueda obsesiva de la invisible felicidad.

4.8.12

Perfección.

Entre tus dedos se escapaban mis rizos y entre mis brazos se escapaba tu cuerpo. Las sonrisas no se escapaban, se enfrentaban y los ojos se desafiaban. Las caricias empezaban en la planta de tus pies y acababan en mis hombros mientras yo contaba con toda rigurosidad la cantidad de lunares que cada día tenía el placer de tocar y morder. La perfección nunca había entrado en esa cama en la que las sábanas se encontraban arrugadas y la almohada era un voyeur que estorbaba en cualquier movimiento. No existía aire en aquel cubo, sólo orgasmos y pasión condensada, alimento perfecto para una cita clandestina. Tus dedos tocaban mi ombligo simulando el único ritmo que las cuerdas de tu guitarra podían sentir:  abajo abajo-arriba arriba-abajo. La melodía eran nuestros cuerpos en contacto y el sonido de una noche con nubes.
Allí nadie era perfecto, ni si quiera mis ojos miel, mis pestañas inquietas y mis labios con sabor a champagne.